Lecciones de dibujo _ Antonio Muñoz Molina
Publicado el 22/12/2007 en Babelia, Sección literaria del diario ´El País´, Madrid, España.
Josefa Bayeu retratada por su marido, Francisco de Goya, en 1805
Aprendemos en el arte del dibujo lecciones valiosas para otros campos de la vida, no sólo el de la experiencia estética. Aprendemos sigilo: el dibujante se acerca con cautela y cierta calma a su modelo, a su tema, a veces muy en línea recta, a veces dando un rodeo, con instinto y destreza de cazador. Cazador de caza menor, desde luego, porque el dibujo elude las piezas muy pesadas, la grosería de un empeño demasiado muscular. El dibujo, que tiende siempre al formato modesto, puede hacerse muy pequeño, casi ínfimo, ocupar el espacio de uno de esos papeles que uno encuentra en el bolsillo al ponerse de nuevo el chaquetón del invierno pasado, donde está la arqueología mínima de una velada sin recuerdo: la factura de un restaurante, la entrada de un concierto o de una película que nos gustaron tanto y sin embargo no dejaron huella.
En el reverso de uno de esos papeles puede caber un dibujo. En ellos cabían las frases que anotaba con su letra imposible Juan Carlos Onetti, y que luego aparecían o desaparecían en el azar de los bolsillos, fragmentos de una melodía que iría a agregarse más tarde a la música sutil y dibujada de su literatura. Así de pequeños son dos de los dibujos más impresionantes que he visto esta mañana en el Museo Thyssen, en una de las salas de casi penumbra -el dibujo es tan frágil que una luz fuerte o directa puede dañarlo- en las que se expone la colección Abelló: una tahitiana de espaldas de Paul Gauguin, Josefa Bayeu retratada de perfil por su marido, Francisco de Goya, en 1805. Aprendemos del dibujo que la pobreza de los materiales es en sí misma una decisión estética: un trozo de papel, ni siquiera una hoja, un lápiz. El dibujo de Gauguin es una lámina alargada, recortada irregularmente, como un resto de algo: mide 19 por 7 centímetros; el de Goya, casi cuadrado, es poco más que un sello en el centro de la cartulina; hay que medirlo en milímetros: 111 por 81. Gauguin lo dice todo en tan pocas líneas que también podrían contarse: la sensualidad de la espalda desnuda, las caderas ceñidas por una larga falda de flores, la melena larga y lisa de la mujer de espaldas. La vería y buscaría a tientas en sus bolsillos un lápiz y cualquier cosa sobre la que dibujar, ese papel que yo ahora miro, detrás del cristal, a la luz prudente de los focos, lo guardaría luego en alguna parte, quizás con la idea de incluir a esa mujer entre los personajes de uno de sus cuadros. Lo que se convertirá en peso en la pintura en el dibujo es ligereza; lo muy trabajado y meditado, la densidad cremosa del óleo, aquí es puro boceto, espacio en blanco, papel, rastro mineral de la punta del lápiz. En un papel que luego perdí -dónde si no- apunté hace tiempo una máxima fragmentaria de Ramón Gómez de la Serna, que ya se me quedó en la memoria: ...porque somos lo acabado en lo inacabado y odiamos el artificio de lo muy logrado.
¿No es eso lo que nos cansa tantas veces, sin que nos demos cuenta, en una película, en un libro, en un cuadro o una música? El artificio de lo muy logrado: como esos platos muy hechos de la cocina francesa o los abrumadores bodegones flamencos, o la prosa demasiado lograda y como regodeada en sí misma que nos disgusta en otros y que alguna vez, para nuestro remordimiento, no hemos sabido ver en nosotros mismos. El dibujo es lo logrado, porque su sentido es la instantaneidad de una percepción, pero también lo contrario de lo muy logrado. Me inclino sobre una vitrina con mariposas disecadas sobre el dibujo de Goya, liviano como una mariposa o una hoja disecada, con todos sus matices y nervaduras bien visibles. El dibujo nos enseña lecciones de intimidad, antídoto de los gestos demasiado públicos. Goya, en privado, para hacer mano, por simple gusto, porque no tiene a ninguna duquesa ni reina que pintar esa tarde, dibuja a su mujer, absorta y de perfil, un chal sumario sobre los hombros, el pelo cubierto por un gorro doméstico, un gorro más bien absurdo, con rizos y lazos, el gorro de una mujer madura y gordita que tiene la mirada perdida quién sabe en qué pensamiento, o que simplemente contiene la impaciencia y quiere abandonar su inmovilidad para dedicarse a alguna tarea. El dibujo es atención y ternura: los labios gruesos de Josefa Bayeu casi están a punto de sonreír, hay un principio de flacidez en su papada, en sus mofletes. Está posando pero no finge ni representa nada: el dibujo nos enseña a eludir los motivos profundos, los grandes pretextos.
El dibujo es la incertidumbre de una línea que avanza descubriendo, que parece ir por delante de la mano y del pensamiento. Escuchamos el roce del lápiz sobre el papel, sobre todo cuando el carboncillo persigue un claroscuro, la sugerencia de un volumen. Es una mezcla muy rara de indecisión y certeza: encuentra el único camino posible yendo como a tientas y haciendo como que no sabe adónde va. Lester Young está dibujando en el aire cuando parece que sugiere indecisamente una línea melódica y está enunciando entera una canción, tocando sólo las notas justas para que el oído atento la reconozca, pistas veloces cazadas al vuelo. El dibujo es una lección de sigilo: los mocasines de piel muy suave que Lester Young calzaba siempre, incluso en la nieve de Nueva York, de modo que se movía tan gatunamente como tocaba el saxo alto, sin que nadie escuchara sus pasos, igual que nadie podía predecir adónde lo llevaba una improvisación que había partido de una melodía trivial. El dibujo es Thelonious Monk, grande y letárgico, levantándose del piano y dando unos pasos de baile como si no pesara, moviéndose apenas sobre sus zapatos enormes.
Las líneas de un tenue dibujo cubista de María Blanchard son tan precisas, tan aisladas, como las notas de Erik Satie o de Monk en el papel pautado: pájaros diminutos posados en los alambres del pentagrama. Líneas de tinta, manchas desleídas: como la acuarela, el dibujo incluye el azar en el vuelo de su desenvoltura; pinceladas y manchas de tinta y de aguada se convierten sobre la hoja de papel en una escena taurina de Picasso, en una mujer recostada de Édouard Manet; una caricia sinuosa es la línea de un lápiz de punta muy afilada en el dibujo de una muchacha desnuda de Gustav Klimt: el lápiz sigue la mirada del deseo y se adensa en una caligrafía de sombra en la mancha del pubis.
Llega el rumor de otras salas, más iluminadas, el de la gente que empieza a llenar el museo. Aquí apenas hay nadie, unas pocas personas moviéndose con sigilo de un dibujo a otro, en la penumbra protectora. Qué desgana de irse. El dibujo nos enseña a aparecer y desaparecer sin ruido y a brillar por la ausencia. A terminar de improviso, como se detiene una línea, como queda sonando una última nota.
Josefa Bayeu retratada por su marido, Francisco de Goya, en 1805
Aprendemos en el arte del dibujo lecciones valiosas para otros campos de la vida, no sólo el de la experiencia estética. Aprendemos sigilo: el dibujante se acerca con cautela y cierta calma a su modelo, a su tema, a veces muy en línea recta, a veces dando un rodeo, con instinto y destreza de cazador. Cazador de caza menor, desde luego, porque el dibujo elude las piezas muy pesadas, la grosería de un empeño demasiado muscular. El dibujo, que tiende siempre al formato modesto, puede hacerse muy pequeño, casi ínfimo, ocupar el espacio de uno de esos papeles que uno encuentra en el bolsillo al ponerse de nuevo el chaquetón del invierno pasado, donde está la arqueología mínima de una velada sin recuerdo: la factura de un restaurante, la entrada de un concierto o de una película que nos gustaron tanto y sin embargo no dejaron huella.
En el reverso de uno de esos papeles puede caber un dibujo. En ellos cabían las frases que anotaba con su letra imposible Juan Carlos Onetti, y que luego aparecían o desaparecían en el azar de los bolsillos, fragmentos de una melodía que iría a agregarse más tarde a la música sutil y dibujada de su literatura. Así de pequeños son dos de los dibujos más impresionantes que he visto esta mañana en el Museo Thyssen, en una de las salas de casi penumbra -el dibujo es tan frágil que una luz fuerte o directa puede dañarlo- en las que se expone la colección Abelló: una tahitiana de espaldas de Paul Gauguin, Josefa Bayeu retratada de perfil por su marido, Francisco de Goya, en 1805. Aprendemos del dibujo que la pobreza de los materiales es en sí misma una decisión estética: un trozo de papel, ni siquiera una hoja, un lápiz. El dibujo de Gauguin es una lámina alargada, recortada irregularmente, como un resto de algo: mide 19 por 7 centímetros; el de Goya, casi cuadrado, es poco más que un sello en el centro de la cartulina; hay que medirlo en milímetros: 111 por 81. Gauguin lo dice todo en tan pocas líneas que también podrían contarse: la sensualidad de la espalda desnuda, las caderas ceñidas por una larga falda de flores, la melena larga y lisa de la mujer de espaldas. La vería y buscaría a tientas en sus bolsillos un lápiz y cualquier cosa sobre la que dibujar, ese papel que yo ahora miro, detrás del cristal, a la luz prudente de los focos, lo guardaría luego en alguna parte, quizás con la idea de incluir a esa mujer entre los personajes de uno de sus cuadros. Lo que se convertirá en peso en la pintura en el dibujo es ligereza; lo muy trabajado y meditado, la densidad cremosa del óleo, aquí es puro boceto, espacio en blanco, papel, rastro mineral de la punta del lápiz. En un papel que luego perdí -dónde si no- apunté hace tiempo una máxima fragmentaria de Ramón Gómez de la Serna, que ya se me quedó en la memoria: ...porque somos lo acabado en lo inacabado y odiamos el artificio de lo muy logrado.
¿No es eso lo que nos cansa tantas veces, sin que nos demos cuenta, en una película, en un libro, en un cuadro o una música? El artificio de lo muy logrado: como esos platos muy hechos de la cocina francesa o los abrumadores bodegones flamencos, o la prosa demasiado lograda y como regodeada en sí misma que nos disgusta en otros y que alguna vez, para nuestro remordimiento, no hemos sabido ver en nosotros mismos. El dibujo es lo logrado, porque su sentido es la instantaneidad de una percepción, pero también lo contrario de lo muy logrado. Me inclino sobre una vitrina con mariposas disecadas sobre el dibujo de Goya, liviano como una mariposa o una hoja disecada, con todos sus matices y nervaduras bien visibles. El dibujo nos enseña lecciones de intimidad, antídoto de los gestos demasiado públicos. Goya, en privado, para hacer mano, por simple gusto, porque no tiene a ninguna duquesa ni reina que pintar esa tarde, dibuja a su mujer, absorta y de perfil, un chal sumario sobre los hombros, el pelo cubierto por un gorro doméstico, un gorro más bien absurdo, con rizos y lazos, el gorro de una mujer madura y gordita que tiene la mirada perdida quién sabe en qué pensamiento, o que simplemente contiene la impaciencia y quiere abandonar su inmovilidad para dedicarse a alguna tarea. El dibujo es atención y ternura: los labios gruesos de Josefa Bayeu casi están a punto de sonreír, hay un principio de flacidez en su papada, en sus mofletes. Está posando pero no finge ni representa nada: el dibujo nos enseña a eludir los motivos profundos, los grandes pretextos.
El dibujo es la incertidumbre de una línea que avanza descubriendo, que parece ir por delante de la mano y del pensamiento. Escuchamos el roce del lápiz sobre el papel, sobre todo cuando el carboncillo persigue un claroscuro, la sugerencia de un volumen. Es una mezcla muy rara de indecisión y certeza: encuentra el único camino posible yendo como a tientas y haciendo como que no sabe adónde va. Lester Young está dibujando en el aire cuando parece que sugiere indecisamente una línea melódica y está enunciando entera una canción, tocando sólo las notas justas para que el oído atento la reconozca, pistas veloces cazadas al vuelo. El dibujo es una lección de sigilo: los mocasines de piel muy suave que Lester Young calzaba siempre, incluso en la nieve de Nueva York, de modo que se movía tan gatunamente como tocaba el saxo alto, sin que nadie escuchara sus pasos, igual que nadie podía predecir adónde lo llevaba una improvisación que había partido de una melodía trivial. El dibujo es Thelonious Monk, grande y letárgico, levantándose del piano y dando unos pasos de baile como si no pesara, moviéndose apenas sobre sus zapatos enormes.
Las líneas de un tenue dibujo cubista de María Blanchard son tan precisas, tan aisladas, como las notas de Erik Satie o de Monk en el papel pautado: pájaros diminutos posados en los alambres del pentagrama. Líneas de tinta, manchas desleídas: como la acuarela, el dibujo incluye el azar en el vuelo de su desenvoltura; pinceladas y manchas de tinta y de aguada se convierten sobre la hoja de papel en una escena taurina de Picasso, en una mujer recostada de Édouard Manet; una caricia sinuosa es la línea de un lápiz de punta muy afilada en el dibujo de una muchacha desnuda de Gustav Klimt: el lápiz sigue la mirada del deseo y se adensa en una caligrafía de sombra en la mancha del pubis.
Llega el rumor de otras salas, más iluminadas, el de la gente que empieza a llenar el museo. Aquí apenas hay nadie, unas pocas personas moviéndose con sigilo de un dibujo a otro, en la penumbra protectora. Qué desgana de irse. El dibujo nos enseña a aparecer y desaparecer sin ruido y a brillar por la ausencia. A terminar de improviso, como se detiene una línea, como queda sonando una última nota.